Hay películas que trascienden la pantalla para convertirse en espejos incómodos de la memoria colectiva. La Infiltrada, dirigida por Arantxa Echevarría, es una de ellas. Basada en la historia real de una joven policía que, con apenas veinte años, se introdujo en las entrañas de ETA para desmantelar desde adentro al Comando Donosti, la cinta se adentra en las profundidades de la mentira, el miedo y la resistencia.
La protagonista, interpretada con intensidad por Carolina Yuste, encarna el dilema de una mujer que, obligada a fingir afectos y vínculos con asesinos, vive atrapada entre dos realidades: la de la infiltrada que se gana la confianza de los terroristas y la de la mujer que carga con la culpa y el desgarro de su misión. Frente a ella, Luis Tosar compone uno de los villanos más inquietantes de su filmografía, recordándonos que la violencia no siempre necesita gritar para imponer su poder.
Echevarría no recurre al efectismo fácil ni a la glorificación de la acción. Al contrario, construye un thriller sombrío, visceral y humano, donde la tensión psicológica pesa más que las persecuciones. La cámara se acerca a los silencios, a las miradas furtivas y a la fragilidad de una vida sostenida por la mentira. Ese enfoque convierte a La Infiltrada no solo en un relato de espionaje, sino en una reflexión sobre la identidad, el sacrificio y las cicatrices invisibles que deja la violencia política.
El impacto ha sido rotundo: la película arrasó en taquilla, hizo historia en los Premios Goya y consolidó a Echevarría como una de las directoras más valientes y sólidas del cine español actual. Pero más allá de los galardones, lo que permanece es esa sensación de vértigo: la certeza de que, detrás de cada operación policial, late la vida real de personas que arriesgaron todo, incluso su propia esencia, en nombre de un país.
La Infiltrada no se limita a narrar un episodio oscuro de la historia reciente; lo ilumina desde la perspectiva femenina, íntima y dolida, ofreciendo un relato que duele y fascina a la vez. Es cine de verdad, de ese que incomoda, sacude y obliga a recordar
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